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Mi adolescencia fue una larga historia de remedios contra el acné. Pero de la misma forma que si ensayé casi todas las fórmulas para que no me salieran barros, puedo asegurar que intenté absolutamente todo para que apareciera la barba. Acudimos hasta la fórmula del desesperado: ceniza con abono de gallina.

“Juventud, divino tesoro… ”. Rubén Darío nunca aclaró si al hablar de la juventud estaba pensando en la adolescencia. Pero no me cabe duda de que, si se refería a ella, estaba haciendo poesía fuera de juego ….

No me jodan, no hay etapa más cruel en la vida que la adolescencia, no hay época con mejor prensa que los dulces quince años y, sin embargo, un vistazo sereno a la “edad primera”, sin lloriqueos y sin poesías aterciopeladas, tiene que llevar a la conclusión de que la adolescencia es un período lamentable.

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Para empezar, la adolescencia está llena de acné, o de barritos y espinillas, como dicen en la televisión. Cuando uno tiene doce años y descubre una mañana en su frente el asomo de lo que será su primer barro, cree que obtuvo un pasaporte para la dicha. Ya es persona grande. Ya tiene algo que exhibir con orgullo ese día en el colegio. Pero pasan dos, cuatro, seis años y el acné deja de ser un timbre de orgullo para convertirse en una preocupación execrable (como me quito esta porquería??).

Mi adolescencia, por lo menos, fue una larga historia de remedios contra barros y espinillas. 

Que no me los tocara, que si me los tocara pero con las manos limpias y un algodón impregnado de alcohol. Que no me manoteara el ganso tan seguido (usted me entiende verdad?) 

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Ensayé toda clase de fórmulas y recetas. Me apliqué un menjurje blanco que me quemaba toda la piel. Toda, es decir, menos los barros … que parecía que ese menjurgue era más más bien como su turrón … engordaban los desgraciados.

Aprendí que Clearasil no esfuma los barros, sino que los oculta. Llegué a tomar, por recomendación dé un amigo, 21 vasos diarios de agua, con el resultado de una enfermedad en los riñones. 

El médico me aplicó una autovacuna que produjo al principio una reacción multiplicadora de los barros; cuando volví alarmado donde el doctor, me dijo que me tranquilizara, que pronto vendría la segunda etapa y desaparecería el acné. Duré dos años esperando a que desapareciera.

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Al final desapareció el médico, creo que ni título tenía, o uno de esos chafa que conseguís en el Tinetti a $ 75. 00 con todos sus sellos. Prescindí primero de las grasas. 

Después de los azúcares. Más tarde de las harinas. A la larga, lo único que sirvió fue prescindí r de la adolescencia. Pero aún hoy, al día siguiente de un buen chicharrón, aparece algo en el cuello que me hace acordar de las horas previas a las fiestas, cuando trataba de taparme los barros -con base de Helena Rubinstein robada a mi prima.

Juventud, divino tesoro? Pero si ensayé casi todos los remedios para que no me salieran barros, puedo asegurar que intenté absolutamente todos para que me saliera barba. Cuando estaba en primero de bachillerato y empezaron los mayores del curso a exhibir orgullosos una sombra levemente oscura sobre el labio superior, el caso fue motivo de admiración pero no de envidia.

Sin embargo pasé a segundo de bachillerato. Y nada. Empecé a preocuparme, como sólo se preocupan los rubios cuando tienen catorce años y no les asoma el bozo. 

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Aún me faltaba aprender que el pelo, como cualquier cocotero, crece de abajo para arriba y en ese momento todavía le faltaba un trecho para despuntar donde era visible. Empezaron los concilios secretos con compañeros que padecían el mismo problema: El petróleo crudo nos hizo salir ampollas pero ni un solo pelo. 

Empezamos a usar la máquina de afeitar de los papás porque alguien decía que rasurarlos los hacía crecer más fuertes. Mentira. Se perdía la  original y no la reemplazaba bozo alguno. Estábamos a fines de bachillerato.

Algunos de los grandes ya se habían dejado un bigote incipiente, pero bigote al fin y al cabo. Entonces acudimos a la fórmula del desesperado: ceniza con abono de gallina. 

Pasamos horas terribles soportando malos olores mientras quemábamos incienso para hacer más llevadero el remedio. 

Todo para lleg.ar a la conclusión de que el abono de gallina hace crecer las plantaciones de tomate, pero no las de folículos capilares. El maldito bigote vino a salir tardísimo, hirsuto, escaso y mono. Creo que ya estábamos por entrar a la Universidad. 

Juventud, divino tesoro?

 

 

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