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Cuando moría el siglo pasado, exactamente en 1997, tuve conciencia de que las computadoras habían llegado para quedarse. Supe también que la nueva tecnología me costaba un mundo (por no decir otra palabra), pero era mi trabajo el que estaba en riesgo, así que contraté un informático para que me guiara. 
 
 
El hombre se llamaba Markantonhy, pero pedía que le dijeran Richard. Debía de tener unos veinticinco años y cobraba por hora lo que un parlamentario percibe hoy por 17 minutos en el Salón Azul rascándose la gónada izquierda .
 
 
 
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Richard me felicitó por mi decisión de entrar al mundo del futuro, donde todo sería más rápido, más barato y más duradero.  
“Y sobre todo —dijo— más fácil, cosa que agradecerán los abuelitos”. Yo acababa de cumplir treinta y cinco y no pensaba ser considerado “maduro” a esa época y me consideraba un tipo seguro y activo. En ese momento presentí que no solo ingresaba al mundo del futuro sino que la revolución digital nos deparaba una inminente y humillante vejez.
 
 
La primera lección de Richard fue la creación de una clave. Buscó un restaurante cualquiera en internet, clickeó “Entrar” y apareció en la pantalla el consabido recuadro: ESCRIBA SU CONTRASEÑA. Miré a Richard. 
 
 
Captuhgytuuuuuura
 
 
 
 
 
 
 
“Dale —me dijo—. Escribe cualquier palabra sencilla, que puedas recordar sin problemas”. Él me trataba de tú y yo, como buen capitalino, de usted. Me aconsejó que desechara términos obvios, como mi propio nombre, el de mi equipo de fútbol o el de mi ciudad natal. Ahí sufrí mi primer bloqueo cibernético y me quedé pasmado, sin que se me ocurriera la tal palabra sencilla. 
 
 
Richard me ayudó: “A ver, escribe caballo”. No podía perder un tiempo tan costoso en discusiones semánticas. Normalmente lo habría mandado al carajo y no lo habría vuelto a contratar.
 
 
 
 
 
AnalfabetismoDigital
 
 
"Caballos", en plural, tecleé obediente. La ese final era mi aporte creativo. De inmediato, el computador chispeó una respuesta en la pantalla: FAVOR UTILIZAR SOLO SIETE ESPACIOS. Era evidente que el cerebro electrónico del restaurante consideraba la “doble l” como dos letras. Vainas del made in Japan. Intenté ilustrar a Richard acerca del problema de los dígrafos en español y los dolores de cabeza que proporciona al Gobierno consultar los diccionarios, pero le interesó poco. 
 
— Quita la ese—me indicó.
 
Terco y rebelde como era yo entonces, no quité la ese; preferí sacrificar una de las eles gemelas. “Cabalos”, escribí. Respondió la máquina: TU CONTRASEÑA DEBE CONTENER AL MENOS DOS MAYÚSCULAS. El desfachatado aparato electrónico también me tuteaba. Puse CaBalos y Richard aportó una K dizque para “engañar a los ciberpiratas”. 
 
 
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Quedó "KaBalos". Siete letras. Richard hundió el botón de enviar y advirtió que de otro modo el material permanecería en el computador sin emitir. “Haz de cuenta un avión que está en la cabecera de la pista pero no ha recibido el permiso de despegar …
 
Hundí la tecla. El avión no despegó: CONTRASEÑA INSUFICIENTE. FAVOR AÑADIR UN NÚMERO. Yoni espichó dos veces el botón del tres y explicó, en impresionante desborde de cultura general:
 
— Es fácil recordarlo: esa es la edad en que ahorcaron a Jesucristo. (Aparte de caro, iletrado?, cuando ahorcaron a Jesús?)
 
 
 
 
 
 
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KaBalos33. El artefacto, ateo, rechazó una vez más la clave: PARA MAYOR SEGURIDAD, INTERCALA UN SIGNO. Richard, mosqueado por la resistencia del aparato, señaló una tecla donde figuraba la versión diminuta del trique que jugábamos en el colegio. KaBa#lo33. ACEPTADA. Richard había triunfado en apenas veintisiete minutos. De su victoria emanaron no pocos consejos:
 
 
 
“Como ves, es solo cuestión de paciencia, perseverancia, inteligencia y práctica”. 
 
—Y tiempo —añadí—. Antes, uno llamaba por teléfono, saludaba a una afable camarera, le daba su nombre y la hora en que requería la mesa, y medio minuto después ya estaba inscrito en el libro de reservaciones.
Richard no se daba por vencido. 
 
 
 
 
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—Y la seguridad? ¿No ves que con nuestra cibermaniobra nadie podrá hacerse pasar por ti y reservar la mesa?
—Si hay algún tarado que se meta en semejante lío en vez de hacer una llamada o acudir en persona al lugar, no merece que le den la mesa.
—En la próxima lección —dijo— te enseñaré a crear un documento para que almacenes tus contraseñas sin riesgos.
—Permítame peguntarle, Richard, ¿dónde guardaré la contraseña de ese documento?
—En alguna libreta,—respondió desesperado—. En alguna libreta …
…. como se hacía a la antigüita  …
 
 
 
 
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Así, a tropezones, ingresé al laberinto cibernético, que prometía ser rápido, barato y duradero. En realidad, lo que logra la súbita transformación tecnológica es marginar a quienes dedicaron su vida a mejorar la cultura milenaria de los antepasados. De pronto, todo lo que uno sabía parece inútil y las habilidades que adquirió con el correr de los años o heredó con el paso de los siglos inspiran el desprecio de todos los Richards.
La hazaña de la contraseña palidece al lado de los retos que enfrentamos quienes no crecimos jugando con consolas, i-Phones ni Apps. Pagar cuentas, comprar tiquetes, realizar diligencias bancarias, cancelar impuestos y servicios, gestionar documentos e incluso pedir un taxi, y ahora hasta comprar una entrada de sol en el “Cusca” .... son viacrucis exasperantes.
 
 
 
 
 

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