Aquel instante, del 16 de julio de 1950, cuando Alcides Ghiggia toma la pelota , con el marcador Brasil 1 Uruguay 1, y la clava en el ángulo derecho para subir el marcador a 2 para los celestes y pocos minutos después, consagrar a Uruguay campeón del mundo por segunda vez, varias muertes se desencadenaron ..
11 personas se suicidaron en todo Brasil, incluso una en el mismo Maracaná, solo un hombre, viviría dos muertes, después de ese suceso.
A Moacir Barbosa, el transcurrir de ese instante, le determinó su primera muerte, fue ese instante que le partió la vida en dos. Voló, como en tantas otras ocasiones similares: elástico, seguro, convencido, como solía hacerlo como ídolo del Ypiranga, su club. Pero el remate de Alcides Ghiggia traía la pelota que lo debía consagrar para siempre como lo que era: un gran portero.
Era el partido final del Mundial 1950, ojo, no la final, como muchos pregonan, ese torneo no tuvo final, una cuadrangular final (la completaban España y Suecia) determinaba al ganador, Brasil necesitaba empatar para quedar campeón, en su Mundial, Uruguay solo lo lograría si derrotaba a Brasil en un Maracaná a reventar, 200 mil espectadores (su capacidad se redujo en 1976, por problemas de operatividad y costos fijos a 92 500 espectadores).
Pero esta vez, el instante más importante, el decisivo, el del destino en la vida de Moacir Barbosa Nascimento no llegó a la pelota. No alcanzó el balón , éste se clavó en ángulo derecho … 2 a 1 a favor de Uruguay.
En ese instante eterno, aquel 16 de julio de 1950, un hervidero de gente sólo estaba preparado para la felicidad, para celebrar en su propia casa, su primer título mundial. Pero Uruguay, el ocasional invitado al festejo de Brasil, terminó siendo el dueño de la alegría propia y del silencio ajeno.
Se vivió como una tragedia deportiva en Brasil y luego se le puso nombre en el mundo: Maracanazo. También se eligió un responsable desde entonces y para siempre: Barbosa. "Llegué a tocarla y creí que la había desviado al tiro de esquina, pero escuché el silencio del estadio y me tuve que armar de valor para mirar hacia atrás. Cuando me di cuenta de que la pelota estaba dentro del arco, un frío paralizante recorrió todo mi cuerpo y sentí de inmediato la mirada de todo el estadio sobre mí", contó entre sollozos el arquero, ya con la certeza de que Brasil se había quedado a la sombra del capítulo más épico del fútbol mundial.
Las consecuencias las retrató también el escritor Eduardo Galeano: "Los moribundos demoraron su muerte y los bebés apresuraron su nacimiento. Río de Janeiro, 16 de julio de 1950, estadio de Maracaná: la noche anterior, nadie podía dormir; y la mañana siguiente, nadie quería despertar".
Obdulio Varela, el gran capitán celeste, el Negro Jefe, partícipe imprescindible y símbolo de la hazaña de La Celeste, peón de albañil, trabajador del fútbol y militante de los rezagados, abrazó a los vencidos y bebió la derrota junto a ellos por los mostradores de Río de Janeiro.
Cuenta la leyenda, que Obdulio Varela, el que acuñó ese día frases que quedarían en la historia como “Cumplidos, solo si somos campeones”, “Los de afuera son de palo” (refiriéndose a los 200 000 torcedores de Brasil en la tribuna del Maracaná) o “Es tuya Hector” se fue a las cantinas de Río de Janeiro, bebedor taciturno, a tratar de paliar el dolor de los brasileños desconsolados compartiendo sus caipirinhas.
Contó Obdulio Varela, más tarde sobre el gol de Ghiggia: "La culpa no fue de Barbosa. A esa pelota la hizo entrar el destino". Que el Negro Jefe lo eximiera no le alcanzó tampoco a Barbosa.
Hasta ese momento, Barbosa se había ganado un pedazo de la historia. Nacido en Campinhas, San Pablo, en marzo de 1921, empezó a jugar al fútbol en Almirante Tamandaré, un modesto club de su ciudad. Lo ponían de puntero derecho para aprovechar su velocidad.
Al arco llegó mucho por casualidad y un poco por pereza: no le gustaba correr demasiado durante los partidos. Para comer, lavaba vidrios; también atajaba para sus empleadores en el Laboratorio Paulista de Biología, donde trabajaba. El siguiente paso fue decisivo: le ofrecieron jugar para Ypiranga, un equipo pequeño de la Liga de San Pablo de entonces.
Sorprendía por su destreza. Y por eso lo contrató Vasco da Gama: se mudó a Río de Janeiro y pronto se convirtió en ídolo.
Su llegada al seleccionado que aún no era verdeamarelo (era blanco) fue un paso natural e inevitable. Un año antes del Maracanazo, había ganado la Copa América. Pero el día de la maldición llegó y transformó un paraíso en infierno. Lo contó el periodista Ariel Scher : "Barbosa, que merecía los derechos de un individuo corriente, se volvió esclavo de esa circunstancia durante el medio siglo completo que transcurrió desde el instante en el que aquella pelota tocó la red hasta la hora en la que él respiró el último de sus aires. Se lo señalaron en las veredas modestas de Río de Janeiro en las que parecía haberse quedado sin sitio, en los ómnibus en los que viajaba con las miradas de los otros astillándole la piel y en las tribunas desagradecidas que antes le habían aplaudido hasta los tiros que tapaba con las uñas".
Fue declarado culpable sin razón y sin juicio . Ya entonces, Barbosa vivía de prestado en la casa de una cuñada y se alimentaba gracias a una jubilación de hambre. Lo dijo y lo escribió el periodista Armando Nogueira: "Fue la persona más maltratada de la historia del fútbol brasileño. Era un arquero magistral. Hacía milagros, desviando con mano cambiada pelotas envenenadas. El gol de Ghiggia, en la final de la Copa de 1950, le cayó como una maldición. Cuanto más pasa el tiempo, más lo absuelvo. Aquel partido Brasil lo perdió en la víspera".
En una noche de viernes de abril de hace años, murió Barbosa. Solo, olvidado, despreciado.
(Sobre textos de Waldemar Iglesias. Aportes de citas de Eduardo Galeano, Juan Villoro, Ariel Scher y el ideario popular).
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