Permítanme que les cuente, algo que me ocurrió de niño, en un San Salvador bisoño, pueblo chico, infierno grande, y que ha marcado mi vida a fuego.
Agonizaba el año 1973 Mi padre, en aquellas temporadas, era el tesorero de varias instituciones benéficas de la ciudad. Entre ellas PAIM —Programa de Apoyo Integral del Insuficiente Mental—, un lugar donde convivìan la gran mayoría de personas con discapacidades mentales del pueblòn, un sitio acogedor donde se les daba trabajo y cobijo.
Una mañana de mis doce años, mi padre me pidió que fuese al Banco a cobrar un cheque de PAIM.
Llegué al banco en mi bicicross, entregué el talón en ventanilla y el cajero me devolvió, sin darse cuenta, cincuenta pesos de más.
Yo noté el error enseguida, pero no dije nada y durante todo el camino de regreso a casa fantaseé con lo que me compraría con ese dinero extra. (Creo que mis prioridades de aquel tiempo eran un par de tacos de fútbol nuevos y un go kart a motor.)
Una vez en casa entregué a papá el dinero exacto del cheque y me quedé miserablemente con el cambio.
Durante el almuerzo, sin embargo, un ataque de culpa me hizo confesar que me habían dado cincuenta pesos de más, y le pedí permiso a mi padre para quedármelos.
—Si a esa plata la perdiera el Banco —me dijo mi viejo— ningún problema. Pero cuando hagan el balance de caja y falten cincuenta pesos se los van a descontar al cajero, y son todos amigos míos. Así que mejor lo devolvemos. En qué ventanilla cobraste?
—En la dos —le dije, jurando para mis adentros nunca más ser sincero con mi padre (actitud que sigo cumpliendo a rajatabla).
—En esa ventanilla está Eduardo —dijo- que es amigo de toda la gente con la que trabajo. Y acto seguido llamó por teléfono al Banco pidiendo hablar con Eduardo.
—Diga —dijo Eduardo, el cajero, del otro lado de la línea.
—Hola Edu, soy Roberto —habló mi padre—, me parece que me diste plata de más en un cheque de PAIM
—Sí! —asintió el cajero Eduardo— Me di cuenta casi enseguida, y te iba a llamar esta tarde. No le quise decir nada al niño subnormal que me trajo el cheque porque no me iba a entender.
Mi padre se empezó a reír en ese momento, y es el día de hoy que se sigue riendo. Han pasado años desde aquello, pero no se cansa de narrar en las sobremesas, cada vez que puede, esta anécdota en la que un cajero de banco me vio cara de tonto.
Creo que éste es el trauma más grande que tengo, exceptuando los problemas econòmicos y los que derivan de ser hincha de Firpo.
Y es que aquella tarde no solamente perdí mis cincuenta pesos, mis tacos nuevos y mi kart a motor, sino que gané, y para siempre, este temor a que la gente sepa que soy mentalmente incapaz, a que descubran mi verdadera identidad.
Esta fobia a que todos los esfuerzos que hago por aparecer simpaticón e inteligente ante el mundo, queden aplastados por una mirada sagaz que me devuelva a mi categoría de subnormal.
Es por esto que, cada vez que un camarero me elige para catar el vino en un almuerzo de negocios, o cada vez que alguien me obliga a hacer algo que está fuera de mis fronteras mentales (como por ejemplo votar, cambiar los pañales de mi hija o discutir sobre cine de autor), comienza a subirme por el esternón un frío de pánico que se instala en mi alma y no me deja vivir en la paz sencilla de los subnormales …
… ese sitio cálido del que nunca debí haber salido durante dos horas, para intentar comerme el mundo.
El dueño de la calle (Parada, Agustín Marcelo) terminó de sacar el papelito del bols y le tocò el “1” o sea, iba de primero, rompiendo camino con la Suburban Negra, blindada, sin placas, una de las cuatro que integraban la “caravana de la muerte” del Funcionario.
El dato estadístico es tajante: el 3% de los y las (ahórrenme la repetición por favor y den por hecho que hablo de “los y las” en cada dato de este post, os lo pido “miembros y miembras”) latinoamericanos, tiene sexo todos los días.
Resulta que Villa San Pancracio del Retrete, era uno de los tantos poblados pequeños, parte de uno de esos tantos países latinoamericanos de los 70s gobernados por dictaduras militares.