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En el ángulo noroeste de mi habitación, en diagonal a mi cama, hay una cámara de vigilancia de marca Panasonic. Es negra y persistente como un remordimiento; sigilosa y entrometida como una suegra que sospecha algo; memoriosa y tosca como una elefanta.

 

 

Esta videocámara está empotrada con tres tornillos en el marco de la puerta y sirve en teoría para que las enfermeras, o quienes estén a mi cargo, sepan siempre, a cada minuto, lo que estoy haciendo cuando no pueden verme con sus propios ojos.

Lo malo de todo este asunto es que nadie me mira. Hace años enteros que ningún ojo humano se posa en los monitores que están en la entrada. Ni para vigilarme ni por morbo ni nada. Ni siquiera por aburrimiento. Al trasto me lo han puesto en la habitación, creo yo, para hacerme ver que estoy en un hospital moderno, para darme a entender que no he caído en un sitio "chafa", no señor, sino en un establecimiento psiquiátrico de alta tecnología.

 

 

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Pero yo he descubierto, con el tiempo, que nadie me mira. 

Al principio me gustaba muchísimo la cámara. Lo que hacía era, de dos a tres de la tarde, un informativo. Ponía la cama en medio de la habitación, como set de TV, me sentaba yo detrás, bien peinado, y le explicaba a quienes me veían todo lo que había pasado en el hospital con mis colegas, que al Viejo Ignasi le había dado por morderse el pie, que el Gelatinas soñaba siempre con el mismo número de la lotería, etcétera. 

 

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Después me iba al patio y me quedaba tan ancho, imaginando que las enfermeras y los doctores estarían agradecidos por toda la información y el divertimento. Pero ellos jamás me decían nada. Ni malo ni bueno. Y entonces comencé a sospechar.

Lo que hice fue cambiar la programación de mis emisiones. Menos noticias y más entretenimiento: comencé entonces a hacer estriptís. Todas las tardes una coreografía diferente. Con una musiquilla que hacía yo mismo con la boca (la de Joe Cocker “You can leave your hat on”), un día mostraba un poco las nalgas, otra tarde un poco el bajo vientre, no mucho, que me da más vergüenza. 

 

 

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Resultado? Nada. Silencio absoluto por parte de la junta médica, las enfermeras y los vigilantes ocasionales. Nadie me felicitaba, nadie me pedía un autógrafo, nadie me recomendaba tener un poco de recato.

Después vino una temporada entera que usé la cámara como perchero. Colgaba las camisetas y los pantalones cuando me iba a dormir, los polos y los guantes en invierno, etcétera. Pero me daba mucha rabia utilizar algo tan bonito, tan creativo, de un modo vulgar. Yo quería, más que nada, que alguien me viera y me dijese: «Oye, ¿tú eres el que sale por la cámara de vigilancia?». Pero nunca ocurrió. 

 

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Un día, cansado de todo el asunto de la cámara, agarré el bate de beisbol y la hice añicos. Estuve pegándole horas enteras, rompí todo, hasta que por fin logré que la luz roja dejara de parpadear. El chisme quedó allí, colgado y mirando al suelo, como un pájaro moribundo. 

En el preciso instante que la luz roja se apagó del todo, justo en ese momento, comenzó a sonar una sirena de alarma en todo el hospital. 

A los diez segundos vinieron tres enfermeros — los más grandotes— y me dieron una paliza de padre y señor mío. 

 

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Estuve cuatro días encerrado en la unidad de castigo, preguntándome cómo era posible que se hayan dado cuenta del destrozo, si nadie me miraba nunca. ¿O sí me miraban? ¿Era posible que hayan visto todos mis programas de entretenimientos sin decir nada? Quizás, pensé, es lo que se espera de mí. Que haga locuras. No lo sé… Sigue siendo un misterio. 

 

 

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Cuando por fin me dejaron salir de la unidad de castigo y volví a mi vida de siempre, en mi habitación había una nueva cámara de vigilancia flamante. Esta es marca Sanyo. 

Aprendimos a convivir bajo el mismo techo como lo hacen los matrimonios aburridos ...

 

Yo no la miro; ella no me habla

 

 

 

 

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