Empecé a trabajar antes de cumplir 18, por cuello y por necesidad, quería seguir la Universidad y el dinero no alcanzaba en casa para mi futuro, el que me trazaba, como Biólogo Marino (“Biólogo marino? – me decía mi papá – de que vas a trabajar? Limpiando peceras?”).

Pero era bueno para Excel, hacía matrices muy buenas para inventario de recursos, costos, personal, recursos de vehículos, etc. Así que mi padre me consiguió este trabajo, en el área de contabilidad de este gran almacén.

Las oficinas eran grandes y había mucha gente, muchas sucursales que controlar, yo era medio un pollo comprado, con mi camisa blanca y corbata fuera de moda, tecleando una computadora de 8 00 am a 6 00 pm con pausa para almuerzo.

Ella era mayor que yo, una mujer madura pero bellísima, de modos severos y adustos, pero con una sonrisa tal, que le iluminaba el rostro y su luz iluminaba el rostro de todos los demás, hasta parecía que los maniquíes del almacén le hacían ojitos cuando pasaba.

 

Muy bien conservada, divorciada, sin hijos, fanática del gimnasio y el running, llamaba la atención de todos … y como no, la mía, de mente perversa con cuerpo tembloroso aún …

No siempre fue mi jefa. Antes y después de ese tiempo, supo desatar en mí el éxtasis en la perversión de una amistad llena de matices. Nunca estábamos suficientemente solos para consumar el deseo evidente que nos traspasaba.

 

Sin embargo, cada vez que me llamaba a su oficina, no hablábamos mucho. Era un juego de manos, de papeles, de miradas y secretos al oído.

Tanta tensión tenía que definirse cuerpo a cuerpo, y cada vez llegábamos más lejos en los movimientos. Yo estimulaba el morbo de robarme el tiempo de una mujer que no me pertenecía ni me pertenecería jamás.

Esa noche quedaba poca gente en el edificio y el crepúsculo templado mereció el desgarro del encuentro insospechado y sin testigos, que abriría el cerrojo que habíamos evitado sin disimulo, cuando el pulso nos hacía levitar inhalando convulsiones febriles.

Estábamos enfermos de las ganas a las que nos conducía aquella represión consentida, se dilataban las pupilas con latidos acelerados …

Con las luces callejeras entrando por las ventanas, me dejé seducir por sus manos expertas, no habíamos ido tan lejos en la caricia peligrosa. Intentó arrepentirse. Se apartó de mi cuerpo y se arregló la falda.

Jugó a irse para no tentarse de la encarnación de la herejía que siempre fui para ella. No la dejé ir. Sólo la abracé jugando con mi pierna, seduciendo la vorágine de imágenes que mareaban sus pensamientos en el vértigo de ese primer beso sensual. Ahí mismo soltó riendas de su entrega.

Apagó las luces y con la penumbra entrando por el balcón, me susurró deseos al oído. La ciudad se había quedado muda, y descansaba en la pierna a la espera de un dedo que activara nuevamente el vaivén de su insinuante movimiento. Sentí su respiración en la comisura de los labios, el roce de los suyos en la piel de mi mentón y el deseo que me pulsaba muy abajo de los límites que empezaban a confundirse, para invitarme a morder la tentación.

La respiración agitada de espasmos oprimidos, nos llevaba al borde del precipicio al que me empujaba con su cuerpo sobre el borde del escritorio. Su lengua recorrió mi cuello. Movió sus siete vértebras para que mis labios recorrieran su cuello mientras mi mano le acariciaba la nuca y rozaba su deseo detrás de la oreja.

Apretó mi cuerpo para que sintiera el contacto del suyo en mí y su excitación completa, dejando que su ofuscación fuera hacia el recuerdo de las noches ebrias de imágenes en las que a través del chat nos tirábamos indirectas en horas laborales.

Estaba en el umbral de todas las fantasías que ella había sabido alimentar con palabras cruzadas y frases erráticas que navegaban en mi mente durante días y me apuñalaban en las noches, recibiendo a cambio algunas melodías de mi voz.

Apretó mis nalgas hasta donde yergue su locura. Bajó mis pantalones para observarme y acariciar la piel que deseaba poseer mientras yo desprendía mi camisa exponiendo el pecho al afán de sus dedos en mi piel.

Sonó el teléfono. Se mordió los labios y yo sonreí. Era el detonante, no le hizo caso y ambos nos dedicamos a nuestros cuerpos …

Se cubrió los ojos, pudiendo ver de todos modos el trayecto de mi lujuria desprendiendo su sostén y el desenfreno de mi lengua bajo sus bragas descubriendo su humedad. Enredó sus dedos en mis cabellos para empujar mi obertura hacia ella. Inhalé el deseo y, de rodillas ante su humanidad desnuda, sabía que ya no habría vuelta atrás.

Recorrimos cada espacio en el roce pervertido de las manos sueltas de pudor. Nos revolcamos por cada rincón desatando la furia extrema, el sexo fuerte, el orgasmo seco. Después sus dientes mordiendo mi carne y el gemido animal. Me dolía, pero así se desahogaba ella … de una manera casi bestial …

Mordió cuanto pudo recorrer con su boca mientras la mía la encadenaba en la experiencia fálica extrema. Habíamos cruzado el límite de forma impune hacia los abismos del placer.

Finalmente su lengua encontró la mía para callar mil verdades que ya no hacía falta decir para acabar con el preámbulo. Exhausta, se apartó para vestirse mientras me observaba sentado sobre el escritorio. Se acomodó el pelo y se ajustó la falda sin dejar de mirarme.

-          Mañana arreglo tu traslado a una sucursal, perdóname … pero me cuesta trabajar si estás cerca, y desde esta noche más … - me dijo.

Y como llegó, se fue. Me tiró un beso antes de cerrar la puerta.

Le sonreí y, mientras me prendía la camisa, me quedé pensando si esto era el principio mientras rogaba que no fuera el final …