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“Te paras al borde del abismo y ves al pueblo vecino, enfrente, en el cerro que se empina entre tus ojos, subiendo entre nubes bajas y neblinas altas: adivinas los ires y venires de su gente, sus oficios, sus destinos. Sabes que en la línea recta está muy cerca. “ - le dijo Don  Almàcigo. 

 

 

Y sin embargo el camino real, el camino verdadero, te desploma hasta los pies del cerro, bajando por vericuetos difíciles, entre barrancas y cascadas, entre piedras y caídas, hasta llegar al fondo de la quebrada donde corre espumeando el gran caudal del río que debes cruzar a fuerza, para iniciar el ascenso metro tras metro.  

Ahí es donde le da la razón a don Almácigo, don Toribio, quien no soporta estas distancias que tú has caminado y dice que ir a pie es inútil y a caballo tontería, que para estas tierras … volar es indispensable. 

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—Si no es tanto lo encogido de estas tierras sino lo arrugado. Montañas y montañas acrecentando las distancias.  

 

Don Toribio subía, al cerro más alto para contemplar las distantes montañas azules y perdidas entre el vaho que viene de la selva. Allí sentado en la piedra  decìa: 

 

—La tierra desde el aire está al alcance de la mano. Los caminos son más fáciles al vuelo. Qué cerca están los mercados y las plazas a ojo de pájaro. Los valles y los ríos y las cañadas y cañones, los campos sembrados, los ganados en potreros lejanos, las ciudades nuevas y las viejas construcciones perdidas en la selva y al fondo el mar. 

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Don Toribio regresa al pueblo, con la boca seca, abrasada por la fiebre de la aventura que le espesa la lengua, le ves llegar a la plaza y tomar de la fuente agua con las manos, enjuagarse, refrescarse la cara y declarar muy serio: 

—Señoras y señores, voy a volar… 

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Todos subimos y bajamos la cabeza para decirle que sí, que cómo no, que claro don Toribio, que vuela, y por dentro sentiste la risa alborotando el pecho y la barriga ... eramos niños.

 

Don Toribio entró a su casa, tomò una gallina, la pesó minuciosamente, anotó la lectura de la báscula, midió la distancia que va de punta a punta de las alas, anotó eso también, acarició a la gallina y la regresó al corral. 

Inventó un complicado cálculo para conocer la secreta relación existente entre el peso del animal y el tamaño de las alas que permite vencer la gravedad y levantar el vuelo. 

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Habiendo encontrado la fórmula que explica la relación entre el peso de la gallina y el tamaño de sus alas, se pesó él mismo, anotó la lectura y, aplicando la fórmula descubierta, calculó el tamaño de las alas que habría de construirse para poder volar.  

Una vez que hubo construido las alas, descubrió molesto que eran pesadas para sus fuerzas. Recordó la relación entre las alas y el peso de la gallina y no se atrevió a modificarla. 

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Se suscribió a una revista sueca donde aparecían lecciones de gimnasia y dedicó algunos años a esta dura disciplina. Satisfecho sintió cómo aumentaban sus bíceps, crecían sus tríceps, se endurecían sus músculos abdominales, se marcaban nítidamente los dorsales y una potencia sentía nacer don Toribio desde el centro de su cuerpo. 

 

En el año sexto de su experimento movía con destreza las alas. Con sus brazos aleteaba con movimientos llenos de gracia, en un simulacro de vuelo, no de gallina torpe sino de agilísima paloma. 

 

 

En el pueblo había un orgullo compartido. Don Toribio  prometió volar antes de las fiestas patrias y se le invitaba a los patios a simular el arte complejo del vuelo.  

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Unos días antes de las fiestas patrias alguien levantó la cabeza. No se sabe si fue Ramón o Martín o Jesús el primero que lo vio. Lo que sí se sabe que al instante todo el pueblo levantó la cabeza y vimos a don Chico arriba del campanario con las alas puestas, iniciando cauteloso el aleteo que habría de conducirlo a la gloria. Alguien le preguntó tocándole la punta del ala izquierda: 

—¿Va usted a volar, don Toribio? 

—Seguro —respondió. 

—¿Y… llegará lejos, don Toribio? 

—Lejísimo. 

—¿Y de altura, don Toribio? 

—Altísimo. 

—¿Al cielo llegará, don Toribio? 

—Al cielo mismo. 

La cara de aquel que preguntaba se iluminó: 

 

—Por vida suya, don Toribio, llévele al cielo este queso a mi mamá que se murió con el antojo. 

 

Don Toribio aceptó con ligereza el queso, buscando deshacerse del impertinente sin considerar el error que habría cometido. 

No se sabe si fue Ramón o Martín o Jesús, el primero que hizo el encargo al otro mundo. Lo que sí se sabe es que al instante todo el pueblo subió al campanario y siguió aceptando quesos y chorizos, dulces y aguardiente, tostadas y jamones para llevar al cielo. 

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Cuando don Chico saltó sobre la pierna derecha, siguiendo la dirección al Porvenir, abrió el espectáculo grandioso de sus alas. El pueblo escuchó el estruendo de carrizos rompiéndose y petates rasgándose en el aire y quesos rodando por la calle. 

Cuando el silencio volvió, alguien dijo: 

 

—Lo mató el sobrepeso. Si no fuera por los "encarguitos", don Toribio vuela. 

 

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