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Hace muchos años, siendo apenas un niño, quien hoy es don Américo se fue a su habitación a hacer la maleta más triste de su vida. Su madre, a la que nunca más volvería a ver, le dijo antes de que el hijo partiera: «Nunca traiciones tu origen milanés, Américo, y jamás te irá mal en la vida».

 

 

El pequeño cruzó el Atlántico con esas palabras en el alma y no se las olvidó nunca. Planeaba desembarcar en un muy precario Puerto Cortés en la Costa Norte de Honduras, tenía como misión llegar a San Pedro Sula, donde llevaba una carta para otro inmigrante italiano, que tenía ferretería, para que le diera trabajo.

Cuando dos meses después pisó tierra firme, el veinte de junio del mil novecientos cuarenta y tres, tenía diez años y lo primero que le sorprendió de aquellas tierras fue el silencio. Era la primera vez en media vida que no escuchaba el estruendo de las bombas de la guerra. Llegaba el niño solo, desde Milán, hambriento y con el pelo hasta los hombros.

 

 

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Y se encontró muy pronto con el primer problema: para trabajar había que cortarse el pelo, para ir a la peluquería había que tener con qué, y para tener con qué había que trabajar. Centroamérica era un pueblo de pelicortos; las modas europeas no aterrizaban tan alegremente como ahora.

En el puerto escuchó un rumor: había una peluquería que cortaba las greñas a los inmigrantes gratis, con una sola condición que debía cumplir el cliente de palabra, sin firmar papeles. Y para allá se fue el pequeño Américo. El barbero, un mulato enorme, le dijo que efectivamente le hacía el favor de cortarle el pelo si él prometía que en caso de tener éxito en su aventura por aquellas Honduras, volviera algún día a pagarle dos reales (menos de 25 centavos de dólar en ese entonces) por el corte, y a contarle sus buenas nuevas, no contento aún, le dio el dinero para que se fuera en un bus desvencijado a San Pedro Sula.

 

 

rapado a los costados corte moderno y clasico de pelo para niños

 

 

El jovencísimo Américo, sorprendido por la amabilidad, el calor y los zancudos, se fue a buscar al italiano de la carta.

El italiano lo trató de la patada, le dijo que no tenía trabajo ni sabía quien era el que firmaba la carta, pero le hizo otra nota (no existía el WhatsApp) para el dueño de una ferretería en San Salvador, dos reales y un sandwich.

Días después, sucio y medio harapiento, llegó a la ferretería de Don Ismael, en la antigua Calle del Comercio, con la nota, lo miró, era un niño que había cruzado medio mundo huyendo de la guerra, solo, sin un centavo, sin un familiar, y le dio trabajo.

 

 

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Le enseñó el oficio, cada herramienta, los costos, le enseñó a decir “nueve” en lugar de “nove” y le dio una pequeña cama en una pequeña bodega del local.

Pasaron los años. Américo prosperó muchísimo desde que llegó de Milán con una mano atrás y la otra adelante, y siempre pensó que su suerte en la vida se debió a dos juramentos que nunca había roto: el de su madre, de no traicionar jamás su origen milanés; y el de aquel mulato barbero, recompensarle y agradecerle, si todo salía bien.

 

 

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Pero Dios a veces es irónico y juega con sus criaturas, y a don Américo lo esperaba, paciente, en base a cocinarse cualquier cosa para comer, y el conocimiento que había adquirido de cocina de parte de su madre, puso un pequeño comedor …. “La Milanesa” le llamó, y así honró el juramento a su madre.

Las dos mesas no daban abasto y creció, Don Ismael, le prestó un dinero para hacer crecer su negocio y así lo hizo Américo con tan solo 21 años.

 

 

 

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Se enamoró, se casó, tuvo seis hijos como se estilaba en aquella época pre – Netflix, prosperó con más sucursales, en aquel El Salvador polvoriento de los 60´s, hizo fortuna, sus hijos se fueron a estudiar y tomaron sus caminos, una de sus hijas, se hizo cargo de los negocios, y después de 23 años de feliz matrimonio, su esposa, Giacomina (así la llamaba él, aunque su verdadero nombre era Raquel), falleció de cáncer.

Viendo su vida hecha y deshecha, lloró todas las lágrimas que tenía guardadas desde hace años, y sentenció, de frente a sus hijos, nueras y yernos …

 

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«Domani me vuelvo a Milano —les dijo—; non hay que morirse sensa tornare a casa... Larga vida a El Salvador!»

Y se fue a su habitación a hacer la maleta más feliz de su vida.

Deshizo camino, y volvió a Puerto Cortés, la barbería ya no existía, pero en la casa donde supo estar, el mulato, más anciano y empobrecido, le tiraba maíz a unas gallinas.

 

 

 

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-         Se acuerda de mi? – le preguntó Américo

-         Mmmmm no – el mulato lo miró de pies a cabeza – disculpe pero no.

-         Usted me cortó el pelo cuando era un ragazzo, me dio dinero para el bus, y me dijo que ritornara presto, si me iba bien a pagarle el corte y contarle mi vida.

-         Fueron muchos inmigrantes, no puedo recordarlos … pero ninguno ha regresado jamás

-         Pues io sonno el primero, permítame sentarme, mi nombre es Américo … - y empezó a contarle toda su historia, el mulato sonreía, parecía que cada logro de Américo, era un logro propio, lo disfrutaba …

-         Y aquí están los dos reales – Américo le entregó un bolsón de manoplas.

El mulato le sonrió, abrió el bolsón , y vió que contenía muchísimo dinero ….

 

 

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-         Eh Don Américo, esto es demasiado dinero!

-         - Son los intereses de lo que usted sembró y que germinó en estos parajes hermosos en el transcurso de cuarenta años!

Don Américo se levantó, y sin despedirse, caminó rapidito hacia la terminal …

… no fuera a ser cosa que el mulato, de puro bueno que era, no le aceptara lo que en realidad era suyo …

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