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50db11ac946c0 620 Leyendo los periódicos, me enteré hace días que falleció el padre de un muy buen amigo de los tiempos de escuela primaria, por ahí me lo encontraba cada dos por tres y siempre era un festejo. Resolví pasar por la funeraria que anunciaba la necrológica a darle un respetuoso abrazo.

El velorio fue en una casa funeraria donde se realizan simultáneamente cinco, siete velaciones. Tuve que buscar la correspondiente sala en un tablero digno de edificio de abogados y contadores y llegué hasta allí después de recibir repetidos apretones de personas que me daban el pésame en los pasillos.


El espectáculo era realmente triste. La viuda se hallaba sentada en una silla de terciopelo frente al féretro. Se la veía tan pequeña, tan delgada, demacrada, que casi no podía creer que se tratase de la misma señora que treinta años atrás iba al colegio cada noviembre a repartir cachetadas a los niños que habían golpeado al suyo durante el año lectivo.

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Mi amigo no estaba. Un grupo lloroso de hermanos, primos y tías ocupaba las demás sillas. Me acerqué y los abracé uno por uno. Cuando llegué a la viuda, la pobrecita se me aferró al cuello y lloró inconsolablemente por espacio de tres minutos. Yo hice lo que uno hace en esos casos (apretar la boca, menear la cabeza, suspirar hondo) y dije lo que uno dice en esos casos ("Valor", "nunca lo olvidaremos", "hay que ser fuertes").

Luego me senté para matar el tiempo.

Durante las dos horas que permanecí en el velorio entraron y salieron varios deudos. Yo me paraba, me dejaba abrazar y dar el pésame y luego volvía a sentarme. En un momento dado se me instaló al lado un fulano completamente vestido de negro. El hombre suspiraba y apoyaba la cabeza sobre un maletín que llevaba.

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—Ay —susurró — Quien lo ve ahí tendido y hace apenas ocho días era un hombre lleno de salud y de optimismo...


Yo asentí


—Mire a la viuda —me comentó—. Pobrecita, fueron muchos años juntos. Años alegres, durante los cuales uno cree que esta vida va a durar para siempre, que la muerte no existe.


Yo asentí de nuevo con cara filosófica.


—Pero todo termina. Todo tiene su fin. (El tipo de negro alzaba la voz imprudentemente). Quién iba a pensar que este hombre lleno de vida yacería hoy aquí, yerto e inane...!


—Inane no —corregí en voz baja—: inerte.
—Está bien: inerte, inanimado, insepulto...!

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El asunto estaba poniéndose un poco incómodo porque los vecinos miraban
al tipo de negro.


—Y sabe qué es lo peor? Que la viuda, esa hermosa dama que usted ve
allí, ahora marchita por la tristeza, tendrá que iniciar un doloroso viacrucis para dar cristiano descanso a los restos de su marido. El no previó nada-. Ni tumba, ni dinero para gastos de velación, ni féretro, ni misas, ni nada. Por eso la que ahora tendrá que afrontar el grave problema económico es ella.

Yo me sentía francamente incómodo. Miré hacia el pasillo, pero mi amigo no llegaba.


—Amigo —susurró el tipo de negro—. Le apuesto a que en caso de que usted corriera la misma suerte, y Dios no lo quiera, su pobre viuda quedaría en situación parecida.


Yo volví a asentir. Los vecinos observaban con los ojos enrojecidos.


—Apuesto a que no tiene lote en el jardín cementerio, ni previsión para misas, ataúd, carroza... Todo esto cuesta dinero y no es justo dejarle el problema a los pobres deudos.


Traté de pedirle que hablara en voz más baja e imploré con el corazón que llegara mi amigo.

El tipo de negro extrajo del maletín unos papeles.


—Aquí tiene —me dijo—. Son los títulos de propiedad de un lote en el Jardín Cementerio Santísima Madre. Con un leve recargo usted adquiere el derecho a que le corten la grama y matochos de la tumba cada mes. Si usted toma esta promoción especial que le ofrezco, tendrá además descuento en un precioso féretro de cedro como el que tiene a la vista. Présteme su tarjeta de crédito y cerramos ya mismo el negocio...


La situación era trágica. Todos los deudos nos miraban y la viuda había suspendido el rezo del rosario llena de estupor y confusión. Con tal de que el tipo de negro se callara, yo estaba decidido a hacer cualquier cosa.

Le extendí mi tarjeta de crédito y él procedió a pasar el POS.
No bien lo firmé, la viuda se puso en pie y me felicitó por la estupenda compra, y el hombre de negro se dirigió a los deudos y les habló de las tácticas de marketing. Los deudos sacaron lápiz y papel tomaron notas mientras comentaban elogiosamente la lección de ventas que acababan de recibir.

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Miré aturdido hacia el pasillo y noté que en ese momento pasaba mi amigo, llorando, detrás de otro cortejo fúnebre. Con él iban sus hermanos y su madre. Corrí a abrazarlo mientras el tipo de negro decía a los deudos:


—Mañana el taller de marketing será en la sala de velaciones número siete.


Salimos. De repente se había oscurecido y llovía a cántaros.
Un ave negra se posó sobre la carroza funeraria.

Estoy seguro que también había sido contratada.

 

 

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